Wednesday, 4 November 2020

La flota real de Vilamarí


El mar era lo que daba a Cataluña su importancia dentro de la Corona y la preeminencia de sus notables en los asuntos de la corte. Si la Corona de Aragón puede ser vista perfectamente como una talasocracia, en ninguno de sus estados esto era más evidente que en el Principado. Los estragos de la peste negra de 1348, que había matado dos tercios de la población catalana, la estéril Guerra de los Dos Pedros y el caótico interregno de principios del siglo XV hubiesen bastado para condenar a Cataluña a una profunda crisis y decadencia de la que tardaría siglos en recuperarse, pero esta no llegó a manifestarse plenamente. En cierto modo, resulta sorprendente que la guerra civil no estallara antes, dado el alcance de la tragedia. Pero, a pesar de sus desequilibrios extremos, el Principado logró mantener la compostura medio siglo más. Los éxitos en el mar, el poderío del comercio, la influencia de los consulados mediterráneos lograron maquillar el proceso de descomposición que tenía lugar en paralelo. Y esa ilusión pudo mantenerse hasta la caída de Constantinopla en 1453, momento en el que los turcos cerraron el acceso a las rutas comerciales del Oriente y el Mediterráneo se convirtió en un mar otomano.

Poco hizo el Principado ante esta nueva amenaza. En 1462, la antaño poderosa flota catalana contaba con apenas una docena larga de galeras operativas, cuya principal vocación era la vigilancia costera y la lucha contra la piratería. La lucha contra el turco era cosa del Papado y de los estados italianos. Cataluña abandonó el Mediterráneo Oriental a su suerte. Por falta de medios, por la incapacidad de un país exhausto, y sobre todo por falta de interés. Las antaño dinámicas clases mercantes catalanas, las que ponían el dinero y las naves, habían muerto de éxito: mezcladas con la nobleza y beneficiarias de cuantiosas rentas, carecían de incentivos para aventurarse en un Mediterráneo cada vez más hostil.

Y, de repente, estalló la guerra civil, y con ella llegó la sensación generalizada de urgencia en cuestiones marítimas. Sin flota no había forma de garantizar las rutas comerciales de las que dependían la economía y el bienestar del Principado. Sin barcos era imposible asegurarse el control de las Baleares, donde también se habían producido rebeliones contra el rey Juan. Y sin el control de las islas, el grano siciliano del que dependía Cataluña para alimentar a su población nunca llegaría en cantidades suficientes. En un país tan expuesto al mar, no disponer de medios navales suficientes era exponerse al desastre.

De inmediato, la Diputación ordenó la construcción de una nueva escuadra de galeras en las Atarazanas Reales de Barcelona y el reclutamiento de remeros y soldados para tripularlas. En eso, las instituciones rebeldes llevaban ventaja sobre sus enemigos: Venecia era la única ciudad del Mediterráneo que superaba la ciudad condal en materia de construcción naval, y en el Principado no escaseaban los buenos marineros y capitanes. Con el tiempo, o eso parecía, las galeras de Barcelona volverían a dominar las aguas.

Buena falta les haría. Tras mantener una actitud equívoca durante meses, período durante el cual había llegado a enfrentarse a cañonazos con la escuadra francesa enviada en apoyo de los partidarios del rey de Aragón, el almirante Joan de Vilamarí, sobrino y heredero del gran almirante de Alfonso el Magnánimo, Bernat de Vilamarí, se decantó finalmente por la causa del Juan II. Con él, el joven almirante arrastró a la mejor y mayor parte de la escuadra catalana, que había servido fielmente a su tío y ahora haría lo mismo con el sobrino.

A las fuerzas navales de Juan II, que tan exiguas parecían a principios de 1462, se sumaron las galeras del lugarteniente general de Mallorca, Francesc Berenguer de Blanes, y las del arzobispo de Tarragona, Pedro de Urrea, una vez derrotadas las fuerzas revolucionarias en ambos sitios. En poco más de un año, Juan Sin Fe había pasado de verse totalmente superado en el mar a disponer de una veintena larga de naves de guerra con las que arrancar el control de las aguas a sus enemigos.

Mientras, la Diputación se veía obligaba a jugar a la defensiva. Con sus galeras centradas en la protección de Barcelona y del litoral ampurdanés, poco margen para la iniciativa les quedaba. Y sin embargo, a partir de 1464, ya se libraba una dura batalla en torno a la isla de Menorca, donde la revolución había triunfado. Atrincherados en el puerto de Maó, las fuerzas leales a la Diputación se propusieron resistir el constante acoso de las tropas del lugarteniente Blanes y del procurador real Francesc Burguès. El control del puerto revestía una importancia estratégica para la Generalitat, dado que, tras la derrota de los rebeldes en Mallorca i la caída de Ciutadella, Maó era su única base de operaciones en las islas.

A pesar de su relativa inferioridad numérica, la estrategia de la Generalitat dio sus frutos, por lo menos en Baleares. Maó resistiría hasta el final de la guerra, durante casi 8 años de bloqueo y asedios intermitentes. Pero al final, la evolución del conflicto en el continente y el desplome del comercio harían que esa victoria se quedara en nada. La flota del Principado no podía estar en todos los sitios a la vez, y poco podía hacer para defenderse de los aguijonazos del almirante Vilamarí, que se dedicó a hostilizar la costa catalana casi sin oposición. Sus mayores éxitos fueron, sin lugar a duda, el bloqueo total de Amposta y Tortosa, y la toma del puerto de Cadaqués, en el norte, con la ayuda de un pequeño ejército mallorquín. El único intento por parte de la Diputación de enfrentarse a las galeras de Vilamarí acabó con la huida y persecución de la pequeña escuadra del Principado, que tuvo que buscar refugio en Marsella tras fracasar en su objetivo de romper el bloqueo de Amposta.

Las señales de agotamiento en el mar se hicieron más y más evidentes a medida que la situación económica empeoraba. Armar galeras costaba dinero, y la Diputación no iba precisamente sobrada. A partir de 1466, el Mediterráneo era de Juan II, que ahora además contaba con la ayuda de su otro gran almirante, Lluís de Requesens, comandante de la escuadra de Nápoles. Además, Francesc de Pinós, almirante de la Diputación, se vio inmerso en un complot contra Pedro de Portugal y acabó preso y víctima de torturas. Tras su liberación, se unió al bando realista. A finales de la década, la revolución había ya renunciado por completo a plantar cara en el mar, entre otras cosas porque, desde la llegada de Renée de Anjou al trono, recibía suministros y tropas por tierra, desde Francia.




Tuesday, 1 September 2020

Joan Ramón Folch IV de Cardona





Joan Ramón Folch IV de Cardona, hijo y heredero del conde de Prades, era tan solo un adolescente de quince años cuando estalló la guerra. Acudió a Girona en representación de su padre para defender a la reina Juana y al príncipe Fernando, sitiados por la hueste el conde de Pallars, su primo. Tras el duro asedio, en el que a punto estuvo de perder la vida, el joven Cardona pasó la mayor parte de la guerra en compañía de su padre, aprendiendo de él directamente sobre el terreno. Durante esos años trabó una fuerte amistad con el futuro Rey Católico que duraría toda la vida y que recompensaría con creces la lealtad demostrada durante los años de la guerra civil.

No era, con todo, un noble cualquiera. Además de ser heredero de la inmensa fortuna de la Casa de Cardona, por las venas de Joan de Cardona hijo corría sangre real, dado que era hijo de Joana d’Urgell, hija a su vez del conde Jaume el Desdichado, último pretendiente al trono de la línea de Barcelona, derrotado por los Trastámara a principios de siglo. Eso convertía al joven noble, además de primo de Hug Roger de Pallars por parte de padre, en primo del rey intruso Pedro de Portugal por parte de madre y, como este, en descendiente de la dinastía anterior. A la muerte de Pedro, parece la Diputación ofreció el trono a Joan de Cardona, pero este lo rechazó tajantemente, ratificando su lealtad a la corona.

Aquel acto de fidelidad le valió numerosos honores y le hizo aún más merecedor de la estima del rey y del príncipe. En 1467, tras la muerte de Bernat Joan de Cabrera, casó con Aldonza Enríquez, hermana de la reina, y fue nombrado Gran Condestable de Aragón en su lugar. No pudo ejercer como tal durante mucho tiempo, puesto que ese mismo año caía prisionero de los angevinos en la batalla de Viladamat mientras cubría la retirada del rey y su hijo. Tras tres años de cautiverio aún tuvo tiempo de participar en los últimos episodios de la guerra.

Tras la Guerra Civil, acompañó a su padre en numerosas campañas, primero contra los franceses en el Rosellón, luego contra los remensas de Pere Joan Sala. Muerto ya su padre, completó la conquista del Pallars, hecho por el cual fue elevado a la categoría de Duque de Cardona, (y marqués de Pallars) una dignidad hasta aquel momento reservada a los príncipes de sangre real.

La miniatura es un simple caballero de la caja de gendarmes a caballo de Perry, pero con detalles que le diferencian del resto. Por ejemplo, he pintado la armadura gótica, relativamente rara en la Península (donde imperaba el estilo italiano sobre el alemán), con detalles dorados para diferenciar al Condestable de Aragón del resto. Ocurre lo mismo con el caparazón del caballo, una pieza de armadura poco usada de nuestro lado de los Pirineos y que, en general, reservo para personajes de muy alta cuna (y caballería francesa, algún día). 

El alférez lleva los colores de los Segarra, una casa aliada de los Cardona. No tengo datos sobre la identidad del alférez de Joan de Cardona (dudo que se conserve esa información), simplemente quería darle un poco de color a la peana y me pareció una explicación tan buena como cualquier otra.


 



Joan Ramón Folch III de Cardona





Joan Ramón Folch III de Cardona, conde de Prades, encarnaba todos los valores típicamente asociados a su linaje. Político notable, personaje carismático y astuto diplomático, fue desde el principio la máxima personalidad del bando realista y una pieza esencial del arsenal de Juan II de Aragón. Su nombre va asociado a todas las grandes acciones favorables al rey, de cuyo lado nunca se apartó. Fueron precisamente esas tendencias y su rivalidad con el conde de Pallars los que le apartaron de la revuelta de 1461, a la que se sumaron prácticamente todas las fuerzas vivas de Cataluña. 

Su labor diplomática en los turbulentos meses que siguieron el levantamiento y la desastrosa (para el rey Juan) Capitulación de Vilafranca), fue decisiva para conseguir apoyos en un Principado que parecía oponerse de forma unánime a la figura de Juan Sin Fe. La posición del conde de Prades como líder indiscutible de un clan familiar que incluía a buena parte de la alta nobleza le permitió atraer a las otras grandes casas al bando del rey, como ocurrió con los vizcondes de Cabrera, Illa y Èvol, así como el gobernador del Rosellón. Con la notable excepción de Hug Roger de Pallars, sobrino suyo, llamado a convertirse en su capitán general del bando rebelde.

No tendría mucho sentido seguirle el rastro a lo largo de toda la guerra, puesto que la historia de Joan de Cardona es la historia de la propia Guerra Civil. Baste decir que permaneció al lado del rey, convertido en su más fiel consejero y capitán general de sus ejércitos. Un rol, este último, que más tenía que ver con garantizar lealtades y organizar la guerra que con la lucha propiamente dicha. Sus servicios fueron recompensados en 1467 con el matrimonio de su hijo con la hermana de la reina Juana, uniendo aún más a los Cardona con la casa real. 

Tras la contienda, sus dotes diplomáticas harían de él el principal agente del rey de Aragón en Francia y Borgoña, y en una figura frecuente de la corte, primero de la de Juan II y, más tarde, de la de Fernando el Católico. Murió en 1486 durante la invasión del condado de Pallars, tras una vida entregada a la causa de la monarquía. Su hijo sería elevado a Duque de Cardona y Marqués de Pallars un año después. 

He utilizado la miniatura del duque de Buckingham de Perry Miniatures para representar al conde de Prades. Tanto la pose como la ropa y la armadura oculta tras esta pegan con las características propias del personaje histórico. Me gusta además su aspecto arrogante y confiado, aunque esto ya es más interpretación mía. 

Uno de los caballeros que le acompañan lleva un sobreveste con las armas de los Barberà, una familia de origen occitano y cátaro aliada y emparentada con los Cardona, cuya presencia en Cataluña se remonta a tiempos de Jaime I. El estandarte partido representa las armas de los Cardona y las de la Casa de Prades, ya prácticamente extinta en 1462.



Sunday, 21 June 2020

Gaston IV de Foix





Gastón de Foix-Grailly, conde de Foix y Bigorra, vizconde de Bearne, Narbona y Castellbò, lugarteniente general del Reino de Navarra era, en todos los aspectos, un auténtico príncipe del Renacimiento: fabulosamente rico, en su corte de las maravillas, en la ciudad de Pau, se daban cita artistas e intelectuales de todo pelaje, en medio de grandes banquetes, recitales y muestras de animales exóticos. El conde era especialmente aficionado a la justa, uno de sus pasatiempos favoritos, que le valió su apodo, “el Caballero de las Manzanas de Oro”. Cuenta la historia que Gastón dispuso siete manzanas de oro en un árbol del actual barrio del Born, en Barcelona, y retó a siete caballeros catalanes a que intentaran hacerse con ellas. El conde los derrotó a todos. Y es que además de un gran mecenas, como buen príncipe renacentista, Gastón de Foix era también un guerrero avezado, veterano de los últimos compases de la Guerra de los Cien Años. Y un político peligrosamente astuto.

Como magnate occitano, amo y señor de un territorio de iba de Guyena a Perpiñán, y descendiente de la casa de Foix, Gastón mantenía una relación cercana con los vecinos Principado de Cataluña y Reino de Navarra, y quien dice cercana dice, en más de una ocasión literalmente, “a tiro de flecha”. En Catalunya, su título de vizconde de Castellbò lo convertía en barón catalán de pleno derecho y, por lo tanto, vasallo del rey de Aragón. Gastón usó su posición en el tablero catalán para intentar hacerse con un premio mucho más grande que un puñado de feudos deshabitados del Pirineo.

Navarra estaba, desde 1454, sumida en una guerra civil entre Juan de Navarra (futuro Juan II de Aragón) y su hijo, Carlos de Viana, por el control efectivo del reino. En 1441, el conde de Foix se había casado con Elionor de Navarra, hija del primero y hermana del segundo. Y como Gastón era más listo que el hambre, tardó poco en ver la oportunidad. Si lograba apartar para siempre a Carlos de la sucesión (cosa relativamente fácil, dada la profunda enemistad con su padre), lo único que se interpondría entre él y su mujer y la corona de Navarra sería la débil Blanca, hermana mayor de Elionor, que al igual que Carlos de Viana tenía el defecto de ser una alma sensible y frágil en un mundo de bestias. 

Así que, durante años, Gastón de Foix, yerno del que iba a ser rey de Aragón, prestó una preciosa ayuda a su suegro, que este recompensó concediéndole la lugartenencia general del reino de Navarra y nombrando heredera a Elionor en 1455 tras desheredar a Carlos. Cuando estalló la Guerra Civil Catalana, Gastón usó sus buenas relaciones a ambos lados de la frontera para promover personalmente una alianza entre los reyes de Aragón y Francia, a la que Luís XI accedió más que encantado. El conde de Foix fue nombrado comandante del ejército francés y, viéndose ya rey de Navarra, se ciñó la armadura, ensilló su corcel y partió hacia al ur a la cabeza de 20.000 hombres. 
Preguntaréis ¿y qué pasó con Blanca de Navarra, heredera teórica del reino tras la muerte de Carlos? Pues es aquí donde la historia se va por unos derroteros que ni Juego de Tronos: acusada de apoyar a su hermano contra su padre, la dulce Blanca fue encerrada en Olite por decisión de Juan II y dejada “bajo los buenos cuidados” de los condes de Foix. Posteriormente sería recluida por estos en una torre en Bearne, donde moriría asesinada en 1463, envenenada por una de las damas de compañía de su propia hermana. Y así fue como Elionor se convirtió en heredera de la corona, pasando por encima de los cadáveres de media familia. 

La única consolación de los partidarios de Carlos fue que los condes Foix nunca llegaron a disfrutar plenamente de su condición de reyes. Gastón murió en 1472 y Elionor en febrero de 1479, apenas un mes después que padre, acosada por todos los frentes por sus enemigos en Francia, Castilla y Aragón  deseosos de hacerse con el control del reino. Abandonada por su padre, enemistada con su medio hermano, Fernando II, dejó Navarra en manos de un niño de diez años e inmersa en una lucha entre potencias que acabaría con su conquista definitiva en 1524.








La flota real de Vilamarí

El mar era lo que daba a Cataluña su importancia dentro de la Corona y la preeminencia de sus notables en los asuntos de la corte. Si la Cor...