Juan II y la guerra civil en Navarra


[...] per algunes coses que nos són dites se tractaven e devien fer per mitjà del il·lustre príncep, nostre fill, en deservey nostre, dan del dit príncep e de nostres regnes e terres, nós, volent maturament provehir, havem manat detenir lo dit príncep [...]

- carta de Juan II de Aragón a los consejeros de Barcelona, 1461


Los disturbios económicos y sociales en Cataluña ya eran problemáticos por sí solos, pero la situación fue a peor con la muerte sin herederos de Alfonso IV en 1458. La corona recayó en su hermano, Juan de Navarra - ahora Juan II de Aragón - que no podía ser más distinto de Alfonso. El mayor de los Infantes de Aragón era un monarca culto de hablar suave, que dedicó buena parte de su vida al estudio de las artes y la filosofía. Su magnífica corte napolitana daba cobijo a artistas y pensadores de toda Europa. Bajo su reino, catalanes y valencianos infiltraron todos los niveles de la política italiana, del Reino de Nápoles hasta la cima del Papado. El Magnánimo, como era conocido, supuraba carisma natural y era un manipulador experto, capaz de convertir a sus enemigos en aliados. 

Juan era exactamente lo contrario. Allí donde Alfonso era un humanista pre-renacentista dedicado a los ideales de la belleza y el progreso humano, Juan era un superviviente entregado al pragmatismo, cuyo enfoque vital estaba cargado de cinismo. Se había pasado la mayor parte de su austera vida en campamentos militares y no tenía interés alguno en los libros o la poesía. Endurecido por una vida de lucha constante contra sus numerosos enemigos en Castilla, tenía una personalidad más taciturna y en ocasiones se dejaba llevar por las pasiones. Aunque Juan fuera un político extremadamente hábil, carecía de las habilidades sociales y la paciencia de su hermano con determinados aspectos de la vida palaciega. Alfonso podría haber encontrado una solución dialogada a los problemas de Cataluña, pero un monarca autoritario como Juan, más acostumbrado al sillín de montar que a la silla de banquetes y a la etiqueta de la corte, no estaba preparado para lidiar con las crisis de sus nuevos estados levantinos. Su prioridad, la obsesión que marcaría su vida y el futuro de la península, era el poder en Castilla. 

Las cortes catalanas y la Diputación, que en 1458 ya habían iniciado el camino imparable hacia la radicalización, ya habían tenido ocasión de lidiar con Juan II durante el período en el que ejerció de Lugarteniente del Alfonso en Cataluña, y recibieron su coronación con hostilidad. Temían, no sin razón, otro rey ausente, más preocupado con aventuras en reinos lejanos que por el gobierno de sus propios estados. Temían, en definitiva, que Juan usase su nueva autoridad y los recursos del país para hacer la guerra a sus enemigos en Castilla y Navarra, donde ya estaba metido en una larga guerra civil contra su hijo, el príncipe Carlos. 


El príncipe de Viana 


Juan se había casado con la reina Blanca de Navarra en 1420, con quien tuvo tres hijos, entre los cuales un heredero, Carlos. Pero Blanca había muerto en 1441 y, desde entonces, Navarra había sido el escenario de un cruento drama familiar y una guerra proxy entre Juan y su real sobrino, el rey Enrique IV de Castilla. 

Las relaciones entre Juan y el príncipe de Viana - el título oficial del heredero navarro - nunca había sido buena. Juan tenía la mente de un militar, endurecido por años de lucha y por sus obsesión castellana, mientras que Carlos, con sensibilidades artísticas y culturales, destacaba más como escritor que como guerrero. Por otra parte, Juan II nunca tuvo la intención de cederle la corona de Navarra a su hijo, dado que necesitaba los recursos del reino y el apoyo de sus nobles para mantenerse en el tablero de juego castellano. Escudándose en una imprecisión del testamento de Blanca, que le dejaba el reino a Carlos "siempre y cuando contara con la bendición de su padre", Juan le negó a su hijo lo que, en teoría, le correspondía por derecho como heredero de la corona de su madre.  

Carlos de Viana era muchas cosas: hombre de letras, poeta, humanista, alma cándida; de haber nacido en una pequeña corte italiana, seguramente hubiera vivido una existencia mucho más acorde con sus gustos y aptitudes. Por desgracia, sus habilidades eran relativamente inútiles en el despiadado contexto político castellano. Acabaría siendo una marioneta en manos de poderosos magnates. 

Fue cuestión de tiempo para que el archienemigo de Juan, Enrique de Castilla, prestara a Carlos su ayuda para reclamar el trono que era suyo por derecho. Carlos, que, desprovisto de rentas, vivía de la caridad de nobles e instituciones afines, aceptó, provocando con ello la ira de su padre y causando un daño irreparable a su ya de por si complicada relación. Una guerra civil estalló en Navarra entre los beamonteses, partidarios del príncipe, y los agramonteses, partidarios de su padre. El conflicto, iniciado en 1451, todavía seguía activo cuando Alfonso IV murió en Nápoles en 1458.


Primogénito

Con el ascenso de Juan al trono de Aragón a la muerte de su hermano, la cuestión de la sucesión se convirtió inmediatamente en la prioridad número uno. Para empezar, Juan II tenía casi 60 años en el momento de su coronación y nadie esperaba que fuera a vivir mucho más tiempo (nadie podía imaginar que acabaría viviendo 20 años más). En segundo lugar, Juan tenía dos hijos varones legítimos: Carlos, y el joven Fernando de Aragón, fruto del matrimonio con su segunda mujer, Juana Enriquez, hija del Almirante de Castilla.

Legalmente hablando, Carlos de Navarra, como primer hijo de Juan de Aragón, era no solo heredero de Navarra, sino también "Primogénito", el legítimo heredero de la Corona de Aragón y de sus vastos dominios mediterráneos. Eso era evidentemente un problema para Juan, que no deseaba convertir a su odiado hijo en su sucesor. Tampoco iba a pasar por el aro la reina Juana, que tenía muy asumido que el trono de Aragón correspondía a su hijo, Fernando. El problema es que el derecho era muy claro, y el Primogénito era Carlos que, además, tenía todo el apoyo de amplios sectores de la población y de las élites, empezando por las oligarquías de Barcelona. No es que estas compartieran necesariamente el afecto que el pueblo tenía por Carlos (cuyas vicisitudes resonaban con especial fuerza en un Principado que se sentía abandonado por el rey), pero veían en Carlos una valiosa pieza para contrarrestar  la autoridad de Juan II en Cataluña. Incluso los más decididos partidarios de la monarquía respaldaban al príncipe, pues el derecho estaba de su parte.

Sea como fuere, la cuestión de la sucesión aragonesa envenenó todavía más la relación entre padre e hijo, a pesar de los esfuerzos de las partes por llegar a un acuerdo. Finalmente, cuando Carlos visitó a su padre en 1461, en uno de los muchos intentos por arreglar las cosas, cayó víctima de una conspiración. La reina entregó a Juan II unas cartas de sus aliados castellanos, que incriminaban a Carlos en un complot para casarse en secreto con Isabel de Castilla. Isabel ya era, por aquel entonces, una pieza clave en los planes de Juan II para hacerse con el poder en Castilla mediante una unión con Fernando, por lo que la intentona de Carlos era la peor de las traiciones. En un ataque de cólera, hizo detener y encarcelar al príncipe de Viana. El encarcelamiento del Primogénito, tan querido en el Principado, puso en marcha una concatenación de eventos que desembocarían en diez años de guerra y la ruina del que había sido uno de los estados más prósperos e influyentes del Mediterráneo Occidental. 

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